Isidoro Martín relataba lo siguiente con ocasión de la
sesión inaugural del año académico en la Universidad de Murcia: “El labrador
acostumbrado a vivir en íntimo contacto con la naturaleza ha visto repetirse
tantas veces el espectáculo grandioso del nacimiento del día que ya no
experimenta, al presenciarlo, emoción alguna. Pero si el labrador tiene alma de
poeta cada nueva alborada será una contemplación exultante y a cada salida de
sol entonará un himno de alabanza al Creador que hizo bien todas las cosas”
(Martin Martínez, Isidoro, 1943).
Es una realidad que aún los actos más grandes e
impresionantes de la vida, repetidos una y otra vez, insensibilizan nuestras
fibras, incluso las más sutiles y pasan inadvertidos, no obstante su imponente
grandiosidad. De aquí, la necesidad de preparar y pulir nuestro ánimo y nuestra
sensibilidad para acercarnos con plenitud de emoción a estos acontecimientos,
grandes en sí, pero que vemos empequeñecidos por la rutina. Y, de aquí también
que los hechos verdaderamente trascendentes de los hombres hayan de ser
rodeados de pompa y grandiosidad para que lo desusado de la ceremonia y del
rito gane los sentidos y la inteligencia de los protagonistas y de los
espectadores.
Los romanos entendieron, como todos los pueblos antes
que ellos y por cierto después que ellos, que los ritos y ceremonias públicas
poseían un gran poder sobre las personas y daban legitimidad a quienes aparecían como
ungidos por la divinidad. Entre esos ritos y ceremonias, la inauguratio tenía una especial
connotación, pues generaba ese espacio público destinado a resaltar la figura
omnipresente del rey, a la usanza etrusca, por cierto. La fundación de una ciudad
y la unción del monarca hoy se debaten entre su origen puramente religioso o
secular.
Contaba el historiador romano Livio (en 1, 18, 6-1) la
historia de la inauguratio del rey
Numa en los siguientes términos: “la célebre descripción de
Livio de la inauguración del rey Numa hay que suponerla recreada a partir del
ritual de inauguración del rex
sacrorum o tal vez de los flamines
(la coincidencia en los procedimientos no admite otra interpretación),
lo que en cualquier caso nos permite conocer el desarrollo de un ritual de esta
naturaleza. Resumo aquí sus fases: la inauguratio
tenía lugar en el auguraculum del
arx, donde tanto el inaugurandus como el augur tomaban
asiento sobre una determinada piedra (in
lapide). Allí el augur oficiante abría la ceremonia con una plegaria (precatio) a los dioses, delimitando
seguidamente su campo de visión o locus
designatus in aëre (espacio ritual donde únicamente eran aceptados los
signos solicitados) con ayuda del lituus.
A continuación, colocando su mano derecha sobre la cabeza del rey, el augur
procedía a recitar la precatio
inaugurationis, o fórmula en la que se detallaban los términos precisos
sobre objeto y propósito de la inauguración y se solicitaba a Júpiter que
manifestase su parecer sobre el inaugurando enviando signa certa. En el siguiente acto el augur pronunciaba la legum dictio, también una fórmula
mediante la cual consignaba formalmente la naturaleza y orientación de los
signos que solicitaba. Una vez obtenidos y reconocidos, y en virtud de ese
mismo acto, el rey (entiéndase el sacerdote) en cuestión adquiría finalmente la
condición de persona inaugurada. Habiendo finalizado la ceremonia de
inauguración, el rey (sacerdote) descendía del arx y era presentado al pueblo en su nueva condición ante los comitia calata, en un acto ya de
carácter eminentemente político” (Delgado, José A., 2009).
Por eso, la ceremonia inaugural del curso
universitario, que supone la bienvenida a la juventud llamada a ser guía y
forjadora de todo un pueblo, para incorporarla a la tarea de su formación,
necesita estar rodeada de aparato y magnificencia.
Tras esta aparente farsa que implica abrir con pompa
el año académico cuando la mayoría de Uds. ya han sentido el rigor de las
pruebas, sin embargo, se esconde el sentido de un concepto o idea que es
necesario cuanto imprescindible rescatar: el anhelo de formación de aquellos
jóvenes que ingresan a nuestras aulas.
Formar es educar, y educar constituye el primer acto
de amor filial, de un amor incondicional al conocimiento que recién cosechamos
cuando nos enfrentamos a la verdadera vida tras salir de nuestras puertas.
Formar es también continuar con aquellos valores entregados por nuestros padres
hasta que ingresamos a la educación superior, camino que no está exento de
peligros y desdén, dignos en todo caso, de la apoteósica epopeya de Melgadesh.
En todo este ritual, deben quedar inscriptas con tinta
indeleble aquellas palabras y acciones que moldean un ideal de persona
dispuesta a luchar contra la adversidad que implica la vida en sociedad.
Salir, en este escenario, parece aventurado y audaz, pero no por ello,
menos excelso y magnífico. ¡Qué otra acción humana contiene más elocuencia! Tal
vez el amor. Mas, ¿no se trata de amor esta acción de enseñar? Pues claro:
formar es también amar.
En todo esto, la vorágine transformadora se mezcla con
los acontecimientos concretos del presente que nos alejan del logro de nuestros
sueños, los que son réplicas del sueño de todos nosotros, en cuanto, seres
sociales. No es peregrino el pensamiento ausente del análisis concreto. No es
que no queramos vivir la vida. Muy por el contrario, queremos que sea muy buena
y bien vivida, para que en el juicio de nuestras acciones, seamos condenados o
absueltos de todos nuestros errores y de nuestras batallas ganadas.
Por ello, formar es tan importante, porque no sólo
implica enseñar la teoría sino también los avatares de la praxis, misma que
inspiró a los primeros jurisperitos, y que hoy se nos aparece como justo y
necesario.
Aquí en esta escuela de derecho, pretendemos formar,
sí. Pero con una pequeña gran finalidad: transformar. Y transformar no es más
que dar una nueva forma a algo que ya existe. Moldear la materia de la cual
estamos hechos. Cuerpo y espíritu; cuerpo y alma, si se quiere; ambos aspectos
unidos ante una sola y grandiosa idea: ser mejores.
Porque somos todos lo mismo, pero de distinta manera.
Esa analogía ontológica que arranca del supuesto mismo de la existencia humana,
es la substancia necesaria y presente en todos nosotros que nos impulsa a
querer ser mejores.
No hay resultados sin acciones, y la acción de formar
tiene consecuencias en nosotros que son propias de una actividad que se
reconoce como noble, pero no exenta de la mortaja dolorosa del fracaso. La
tensión dialéctica entre el éxito y el fracaso, es, sin embargo, un aditivo
recurrente, y en cierta medida, necesario para retirar aquello que sobra del
mármol que rodea a la obra maestra, parafraseando un poco a Buonarotti. Decía
Carl Steppel Lewis: Sólo tengo la vida
que llevo, y el sufrimiento de ahora no es más que parte de la felicidad de
entonces. ¡Ese es el trato!
En consecuencia, verán Uds. que la formación debe ser
exigente. Nosotros debemos ser así mismo, exigentes con nosotros mismos. Porque
nadie mejor que nosotros, sabemos lo que queremos, y en esa búsqueda incesante
de la verdad, podemos asistir quizás al inicio de nuestros mejores años, y del
alcance no menos importante de nuestra merecida felicidad completa.
Estimados estudiantes, profesores, autoridades y
amigos, recibamos este acto inaugural del augur
que me ha tocado ser en esta oportunidad, declarando solemnemente abierto el
año académico 2016 de la Escuela de Derecho de la Universidad Andrés Bello,
sede Viña del Mar. Muchas gracias.