Parece una dicotomía,
pero no lo es. El derecho como sistema puede relacionarse perfectamente con
otros sistemas, como el económico. Capitalismo y derecho resultan ser caras de
una misma moneda, para utilizar una expresión común entre nosotros. El derecho
aporta las normas que regulan el sistema económico tornándolo más humano y
empático. No hablamos aquí de la ley que es un instrumento de poder al servicio
de los intereses de quienes detentan el poder, estén o no en el gobierno, sino
del derecho como sistema normativo regulatorio común, y por ende, supra legal. Esto, por cuanto siempre es
posible ajustar la ley a los vaivenes políticos de turno. La Alemania
nazi es un ejemplo patente de aquello.
A
partir de la realidad, se construye la teoría que habrá de cambiarla mediante
la creación de políticas públicas. Se trata de un modelo cuyo movimiento es
circular, como lo son, en gran medida, cada una de las fases del sistema
(Harcha, 1991). Son ciclos y contra ciclos que se enlazan entre sí de una
manera dialéctica. La objetividad del modelo sólo explica el funcionamiento del
mismo, de manera que cualquier juicio valorativo que se haga del mismo pasa
necesariamente por su análisis académico, en este caso, del derecho. Éste le
otorga un fundamento necesario e irreductible al modelo.
Por
ello, nos preguntamos legítimamente: ¿por qué el derecho le otorgaría
fundamento a un modelo cuyo funcionamiento es autónomo? Porque la autonomía del
modelo no alcanza a ser absolutamente neutra. De hecho nada lo es,
absolutamente. Esto significa que el modelo no es objetivo en su completitud,
ya que detrás de él existe una idea o concepto que es, en definitiva lo que le
da sustento. Sin embargo, no es que sea sólo el derecho lo que le puede dar un
fundamento valórico al modelo, sino también otros sistemas que podríamos
denominar pan ideológicos, como la
matemática o la lógica formal. El sustento matemático del modelo ha permitido
oscurecerlo, tornándolo inaccesible a los ojos de los más ingenuos (palabra generosa
que alude en este caso a la inocencia y no a la cuna). Lejos de representar una
solución al problema económico planteado desde la elección, sólo el analista
podrá dar valor a lo que observa en términos tales que su opinión no se
transmute en un comentario apodíctico inentendible para la masa.
Bueno,
¿y dónde encajan los seres humanos y sus derechos en todo esto? La economía
como una ciencia social (discutible siempre), es más cercana al ser humano de
lo que se piensa. No cabe duda que hasta al más solo de los seres le puede
afectar el problema económico (Harcha, 1991), pues los seres humanos (y también
los animales, con quienes compartimos naturaleza), enfrentados a la vorágine de
satisfacer sus necesidades, deben pensar a cada segundo cómo sobrevivir. A
pesar de nuestra indolente arrogancia, seguimos siendo parte de la cadena
alimenticia.
Antes
que tener derecho, Robinson Crusoe (o Tom Hanks en El náufrago), el hombre (género) se relaciona con la economía. El
problema económico le ronda sin que le sea posible evadirse de él, por más que
quiera.
Por
eso, si el ser humano es un sujeto económico básico, ¿es posible que le afecte
el derecho? ¿Dónde caben los derechos humanos en la ecuación de consumo, por
ejemplo?
Sostengo
que el derecho tiene como una de sus múltiples funciones, regular el
comportamiento humano de manera tal que no se desvíe del camino trazado por el
resto del cuerpo social, independientemente de quienes sean depositarios del
poder político. Esto por cuanto las estructuras permiten u obstruyen el
movimiento individual cual laberinto lo hace con los ratones de laboratorio. No
somos capaces de darnos cuenta de quienes nos manipulan o conducen, o incluso
si lo hacen realmente. Tal vez a ellos también los conducen (Eco, 1989). Como
sea, el iter está previamente
determinado, y lo único permitido es transitar por los caminos ya establecidos.
Sostiene la sabiduría popular: no me
importa quien gobierne; igual tengo que trabajar y comer. Nadie me regala nada.
Se
ha pretendido por algunos que la economía adquiera el apellido “social”,
intentando demostrar de alguna forma que el sistema pueda de alguna extraña
manera, ser más humana; una máquina que sea más amigable con los seres humanos
que vivimos en sociedad (Eucken, 1959). No obstante, aquello resulta ser un
eufemismo que tiñe levemente el carácter individualista del sistema capitalista
que se alimenta de hábitos antropofágicos para subsistir: El capital hará lo imposible para subsistir (Heilbronner, 1972), y
por ello no es necesario atribuirle bondades que no posee, naturalmente. El
apellido “social” no es más que una máscara que busca que las personas piensen
que se trata de algo bueno. Es propaganda, si se quiere. Aunque la concepción del individuo como un sujeto que
opera bajo la racionalidad estratégica e instrumental, es un reduccionismo que
conlleva a considerar que éstos operan como seres aislados que sólo atienden a
intereses egoístas (Coelho; Guzmán; 2012), aquello no obsta a que el ser humano
se enfrente en solitario a su dilema económico, en términos de subsistencia.
Implicaría sostener que la connaturalidad del ser conlleva una carga colectiva
que le empece al sujeto cuando aquello no es así. Y un ejemplo claro de aquello
es la metáfora de la tabula una, en
virtud de la cual, enfrentado a su propia y singular subsistencia, las
decisiones que tome el sujeto son absolutamente racionales y no necesariamente
emocionales. Los casos de inmolación son excepcionales a la regla general de
sobrevivencia de todas las especies.
En definitiva, la cuestión
se centra en saber si economía y derechos humanos son compatibles. La respuesta
es sí. Lo que sucede es que va a depender del mecanismo de asignación de
recursos que se aplique, más que al supra
sistema en sí. Esto es, si se trata del mercado, de la planificación, o de
una mixtura de ambos, cuestión que abordaremos en las próximas sesiones.